Título: El Bar de Las Doce
Autor: Ritzman Chanes
Formato: Microrrelato
Género: Narrativa Costumbrista actual


Todo puede ocurrir en un bar de un pueblo tranquilo de Castilla la Mancha cuando son las 12.







El Bar de Las Doce


Pero va a ser que es verdad lo que se dice por ahí, que donde hay manchegos nunca falta conversación… ni sudores en Agosto a media mañana.

—¡Pero chica! ¡Quítate del chisquero, que aquí te asas el cogote! —voceaba el del asiento de al lado cuando me bajé del tren en Alcázar de San Juan.

Yo venía para arreglar los papeles de la herencia de mi madre. No por calor ni consejos. Pero esa tarde, con cuarenta grados a las doce, entendí que no iba tan desencaminado.

Entré al Bar “La Cepa Manchega”, que parecía más viejo que el pueblo. El ventilador giraba sin ganas, y unos hombres jugaban al dominó. La camarera me dejó un vaso de agua sin decir palabra, como si ya supiera lo que quería. Me senté en la barra y observé. Uno de ellos, con bigote fino y ojos astutos, me miró desde la mesa.

—Ah, la niña de la Juli, ¿eh? Su madre venía mucho por aquí, ya lo sabe.
Un escalofrío me recorrió. Nadie sabía eso. Mi madre nunca me habló de este sitio, y ahora estos hombres la recordaban como a una vecina más. El más regordete se rió con voz grave:
—¡Ea, no le haga caso al de los bigotes! Es un bacín. Sabe más de los demás que de él mismo. Pero sí, la Juli venía. Y decía que aquí se encontraba bien.
—¿Sabe usted, señorita? Este es el lugar donde la gente no se va —dijo otro hombre, que hasta entonces no había hablado. Su voz era grave y tranquila—. Aquí te quedas, como todo lo que entra por esa puerta.

La camarera, que escuchaba, me acercó un plato con migas, queso y chorizo de orza. El olor llenó el aire. Y por un momento sentí que el mundo se detenía.

—No sea golismero, Germán, que aquí todos sabemos de todos —dijo ella, como si compartiera un secreto.

El de la camisa azul me miró con una sonrisa torcida.
—No le haga caso, señorita. Este es un cansaliebres. Siempre enredando. Pero lo que dice es verdad. Aquí la gente se queda, aunque venga de forastero —y se inclinó un poco, como para contarme algo al oído—. ¿Sabe qué más? Este sitio no es como esos bares de reloj y prisa. Aquí la gente se queda porque… porque no hay más sitio adonde ir.

Se echó a reír, y la camarera rodó los ojos.
—Este bar es como la vida —dijo otro, con camisa a rayas y sonrisa nostálgica—. No tiene prisa. No hay que irse.
La camarera me miró con una calma rara.
—Mire, si va a quedarse, mejor no piense mucho —dijo, casi en advertencia. Y añadió, sonriendo—: Aquí no se va, ya se lo he dicho.
—¿Así que no me voy, eh? —dije alzando la copa de agua.
—Eso, o se queda a vivir aquí como los buenos forasteros que dejan la maleta en la puerta —dijo el del bigote, guiñándome un ojo.

Y fue entonces, mientras el dominó golpeaba la mesa, que lo entendí: en Parla ya no me esperaba nadie. Aquí, entre risas, calor y tiempo suspendido, encontré lo que no sabía que buscaba. Ya no importaban la herencia ni el futuro. Este era el sitio.

Aquí, en “La Cepa”, no solo había recuerdos. Había raíces. Gente que se sienta, charla y se queda. Un lugar que no te pregunta de dónde vienes, solo si quieres otra copa.

Y yo, por primera vez, no tuve ninguna prisa.




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