Relato corto | Valladolid El puente de las palabras
Este Relato está inspirado en la celebración de entrega de premios del Tercer Concurso de Relato Corto organizado por Tresierra & Asociados, Valladolid, 25 de Abril 2025.
El puente de las palabras
Hay ciudades que no se conquistan: se entregan, pero solo si sabes escuchar.
Dicen que quien atraviesa el Pisuerga al caer la tarde, si lleva una historia en el alma, puede oír el rumor del río susurrándole el camino.
Valladolid, aquella tarde del 25 de Abril, era azul, suavizada por nubes de acuarela, y se dejó oír apenas crucé el Puente de Isabel la Católica. Tenía una cita en el centro de la ciudad, en el importante despacho de abogados Tresierra y Asociados. Era la entrega de premios de su Tercer concurso de Relato Corto.
Llegué con tiempo: quería dar un gran paseo antes.
Aparqué junto a la ribera. La máquina del parking me escupió un ticket. Se me cayó al suelo, y al recogerlo descubrí que, en el reverso, alguien había garabateado una advertencia:
"Columnas. Dos treces. Sabrás. Silencio."
Nada más. No sabía ni dónde estaba, ni qué quería decir.
Subí las escaleras de acceso a la calle y pregunté sin más a una mujer que esperaba en la acera:
—Por favor, ¿algún lugar donde haya columnas? —le pregunté.
La mujer me miró entre asombro y algo ofendida:
—¡Por favor, señor! ¡En la Plaza Mayor tiene 110 columnas! Eso sí, no cuente las columnas de los Leones de la Universidad, que trae mal fario.
Pedí disculpas, algo apurado. Sin mapa ni guía, avancé guiado solo por los latidos de esa luz suave de la tarde. Desde ese momento supe que este puente sería mi "Puente de las Palabras", porque con ellas empezaría mi viaje.
Llegué a la Plaza Mayor, la primera plaza porticada con soportales de España, vibrante de terrazas repletas, de voces tranquilas suspendidas en el aire como bandadas de pájaros.
—¿Por dónde empezar a contar? —pensé.
Me acerqué a la estatua de Pedro Ansúrez, el fundador. En el centro mismo de la plaza, un rayo de sol sobre mis gafas me hizo mirar el estandarte que portaba... ¡Esa era la dirección! Por ese lado de la plaza debía empezar a contar las columnas de los soportales, custodiando algún antiguo secreto.
Conté: una, dos, tres... hasta trece. El primer trece.
En la decimotercera columna, agazapada junto al basamento de piedra, encontré una marca: un número grabado con rudeza, como una contraseña olvidada.
Me dio la siguiente pista. No lo descifraría jamás. Ese era el pacto: silencio.
Conté el nuevo número de columnas y, al llegar, lo vi: un anciano mendigo, ojos grises como piedra mojada, me miró y tendió la mano.
Le ofrecí unas monedas. Me susurró apenas:
—La Calle de la Amargura guarda el primer lamento. Sigue sin volver la vista.
Pregunté, era la calle de los Boteros, más bien un callejón, a veces llamada de la Amargura, se abrió ante mí como una rendija secreta. El eco de mis pasos rebotaba contra muros que parecían conocerte antes de que llegases.
Allí, sobre el suelo frío, el viento arrastró hasta mis pies un panfleto desgastado:
"La mirada de Hermes vela en los pasajes."
¿Pasajes? Pregunté si había algún pasaje cerca. No tarde 10 minutos y seguí el hilo invisible hasta el Pasaje Gutiérrez: una galería modernista, cristal y susurros antiguos que me recordaban a París, Milán, Barcelona, Madrid.
Tras un imponente rosetón de rejería, el tiempo parecía haberse detenido: 1886.
Me entretuve imaginando luces de gas como veladoras del camino hacia Hermes, custodio de los viajeros y los secretos, el Mercurio romano, protector de los comerciantes.
En el pasaje escuchaba como un cuchicheo secreto, parecía oír las sonrisas del dios mensajero coqueteando con las cuatro musas que vendían sus estaciones del tiempo olvidadas. Entre techos con frescos, luces y sombras, me llegaba el susurro musical de dos niños riendo desde un balcón, sujetando un gran reloj. Invitándome a pensar en la nobleza del tiempo, o en la alegría de aprovecharlo.
Todo en ese pasaje susurraba. Un ruido suave, casi oculto, algo que te hablaba bajito, como un consejo. En una cristalera de una tienda de antigüedades o de viajes, medio oculta, mostraban en su escaparate una figura, una antigua maqueta de una iglesia, con una nota: "Antes del corazón, honra al guardián de las piedras."
¿Dónde buscar en una ciudad donde las piedras narran la historia?
Torres románicas, iglesias góticas... hasta el mismo Felipe II eligió esta ciudad para dejar su huella al ser bautizado aquí. Había que elegir, y alguien me habló de San Benito el Real y de las catacumbas de San Salvador.
Me detuve un instante a preguntar a un hombre mayor que pasaba, de gesto sereno y mirada de quien ya ha visto pasar muchos inviernos.
—Disculpe, ¿algún lugar donde pueda entender mejor el alma de esta ciudad?
Me miró con un leve gesto de complicidad, como quien reconoce a un viajero diferente.
—Amigo viajero, esta ciudad tiene el alma de Piscis, un alma llena de historias y secretos que contar. Y muchos lugares donde dar respuesta a su pregunta. Pero... siga esas piedras viejas —me dijo, señalando los muros de San Benito—. Y luego, no se vaya sin pasar por la Catedral. Busque al Cristo de la Cepa. Pídale algo, aunque sea un deseo pequeño. Ese Cristo no niega escucha a quien camina sin prisa.
Asentí en silencio, agradecido por la confidencia.
La ciudad, seguía entregándome sus secretos paso a paso. Caminé por los robustos muros de San Benito, donde las piedras aún respiran batallas y silencios. Una pequeña cruz de piedra, casi disimulada entre la rugosidad del muro, me señaló el camino. Y también las palabras de una mujer mayor sentada en un banco cercano que no paraba de observarme.
Al preguntarle si iba bien hacia la Catedral, me detuvo un momento:
—No se marche sin pasar primero por La Antigua. Aquí las piedras aún examinan el corazón de quienes las pisan. Si su alma es limpia, el pórtico le dejará pasar. Y si pasa, no olvide mirar a su derecha: verá una cruz donde hallaron los restos de un niño desaparecido hace siglos. ¿Sabía que el Cristo de bronce, testigo de un duelo, condenó con su mirada al culpable?
Me estremecí.
Había leído que, en tiempos antiguos, dos hombres juraron en vano frente al Cristo de la Antigua, y que el perjuro cayó muerto al instante. La leyenda decía:
"Jamás se debe jurar en vano. Yo fui testigo del crimen y he venido a vengarle; soy el crucifijo de la Antigua."
Es una tarde perfecta, soleada pero con brisa. Al llegar a la explanada, miré a mi alrededor, la torre, el sentir del románico, las piedras, la cruz...
Sentí una calma antigua y una advertencia al mismo tiempo. Esta explanada guarda secretos de inocencia y de justicia. Recordaba las palabras de la mujer, antes de despedirse, con una sonrisa:
—Y no olvide pedir algo al Cristo de la Cepa en la Catedral. Ese Cristo escucha a quienes caminan limpios de alma.
Asentí en silencio, agradecido por la advertencia por segunda vez.
En la Catedral, en una urna discreta, modesta pero reverenciada, descansaba el Cristo de la Cepa: pequeño, milagrero, guardando el pulso de la ciudad en su espera.
Me detuve unos instantes, en silencio. Pedí, sin palabras, un deseo sencillo: no perder nunca la capacidad de asombro. Y entonces ocurrió algo. Al levantar la vista, algo me impulsó a mirar al frente, como si una voz invisible susurrara: "Sigue".
Y allí, justo enfrente de la Catedral, vi el número que buscaba: Arribas, 2.
Mi destino me llamaba desde el otro lado de la plaza, como una respuesta velada a cada paso que había dado. Crucé, casi sin pensar, guiado por esa certeza inexplicable que a veces regalan las ciudades que saben esperar.
En su planta baja, un nuevo guiño para quienes saben leer entre líneas: "el Cafetín del Largo Adiós", homenaje a Raymond Chandler, maestro de la novela negra. Sonreí. Curioso título, y curioso juego de iniciales: RC... RC. Raymond Chandler ⇆ Ritzman Chanes. No fue algo preparado, nunca lo pensé.
Y allí estaba el portal, al cerrar el portón de entrada el bullicio de las terrazas cesaba.
Subí las escaleras hacia el despacho de Abogados Tresierra y Asociados.
Frente a mi, se abría una puerta, una sonrisa y un espacio elegante, abierto, contemporáneo pero lleno de alma: obras de arte moderno en equilibrio con piezas de arqueología, fotografías en blanco y negro, antigüedades, quizás recuerdos de viajes o de casos solucionados. Con el lienzo de la catedral asomando por cada ventanal.
Un lugar, hoy, sede de un certamen, pero que hablaba de un despacho profesional abierto que parecía invitar a la conversación pausada entre clientes y letrados, a la hospitalidad tranquila, mecidos al ritmo de la Catedral y la cadencia de sus gentes.
Confieso que al principio me sentí algo inquieto. No conocer a nadie siempre impone.
Salir de mi zona de confort no es fácil: estoy acostumbrado a escribir en soledad, lejos de eventos privados o reuniones multitudinarias. Pero poco a poco, gracias al equipo y a los invitados, esa inquietud se fue disolviendo.
Me encontré sonriendo, charlando, compartiendo el momento sin prisas. Y entendí que hay hospitalidades silenciosas que valen más que mil discursos.
La ceremonia fue bonita. El gesto, inmenso.
Valladolid me mostró su mejor cara: la de serenidad, la cultura y la amabilidad. Más que un premio, me llevé una lección de generosidad, de elegancia, de respeto, de humanidad.
Al salir rumbo a Madrid, la ciudad encendía lentamente sus faroles, uno a uno, como si me regalara una despedida hecha de ámbar y promesas de regreso.
Pensé en que quizás hubiera estado bien cruzar el otro, el Puente Mayor, donde, dicen, el Diablo tentó a los hombres. O visitar la Casa de las Cadenas, o sentarme en la Silla del Diablo, o perderme entre las sombras de la Casa de Zorrilla y su fantasma o tantos rincones que Valladolid esconde...
Pero no.
La magia de un primer encuentro merece un cierre intacto, no una fuga apresurada.
Me quedé un instante, dejando que el atardecer me acariciara, agradecido, mirando de nuevo desde mi "Puente de las Palabras" antes de entrar al parking del Veinte de Febrero para regresar a casa. Un pellizco de tiempo más, prometiéndome —y prometiéndole a la ciudad— que volvería a recorrer sus misterios.
Porque algunas ciudades no se visitan: se descubren, paso a paso, como se descifra un enigma.
Y entonces, sin apenas darme cuenta, desde la esquina surgió de nuevo el mendigo. Tiraba despacio de un carro desangelado lleno de sus enseres de vida. Me miró, y con una leve inclinación de cabeza y una mano alzada, me regaló un gesto sencillo, casi invisible, como quien susurra: "Hasta pronto."
Como escribió Raymond Chandler:
"A veces, uno se despide sabiendo que en el fondo no se ha ido del todo."
Gracias a todo el equipo de Tresierra y Asociados,
a cada invitado y a esta ciudad generosa.
Un cordial saludo,
Ritzman Chanes
Epílogo Final – Aviso al Próximo Ganador:
A los futuros ganadores del Premio de Relato Corto: aprovechen cada momento, dejen que la ciudad les susurre sus historias y disfruten de la calidez y hospitalidad que Tresierra y Asociados tan generosamente les brindará. Que este viaje, como el mío, sea tan inolvidable como el primer paso en ese "Puente de las Palabras".
A Tresierra y Asociados, a su equipo y a todos los invitados, mi más sincero agradecimiento por haberme permitido vivir una experiencia tan especial. Valladolid, con sus leyendas y secretos, me ha dejado huellas que llevaré siempre conmigo.
(Relato inspirado en la celebración de entrega de premios del Tercer Concurso de Relato Corto organizado por Tresierra & Asociados, Valladolid, 25 de Abril 2025).